domingo, 29 de enero de 2017

Ser niño, ser niña en Pueblito

Por Orlando Scoppetta DG.

Cuando viajo a algún lugar del país, me pregunto cómo viven los niños y las niñas, cuáles son sus sueños y cuáles sus tristezas. En la medida en que me es posible, hablo con ellos.
He recogido notas de mis viajes sin mayores pretensiones. Tendría que hacer muchas anotaciones para prevenir acerca de las limitaciones de lo que escribo: las de mi propia comprensión, las de la arbitrariedad de mis observaciones, y otras. Solamente aspiro a contar algunas historias que tal vez sirvan para conocer mejor el país a través de la vida muy respetable de nuestros niños y niñas.
Continúo esta serie en Pueblito. Hay muchos pueblitos en Colombia. Este es contiguo a Moñitos, departamento de Córdoba. Allí vive Willmer*, quien tiene once años. Vive con su abuela, pues su madre falleció hace poco.
Sus días de vacaciones transcurren entre el juego casual, interrumpido por las labores de la casa. Su familia ofrece servicios a turistas y él contribuye vendiendo cocadas, despachando bebidas en la tienda y acarreando algunos insumos en una carretilla que también sirve para otros fines.
No se ven niños vendedores por las playas de Pueblito. Tampoco se les ve nadando en el mar. Willmer me cuenta que no los dejan ir solos y los adultos se mantienen ocupados en la temporada turística. Pero sí se les observa participar en los oficios de los negocios familiares. Las niñas, ayudan con la limpieza, los niños con mandados y con el abastecimiento. Willmer Entrega pulcramente cuentas a su tía, quien tiene unos pocos años más que él. Ella cocina para los huéspedes y está atenta al movimiento general del negocio, cuando su mamá se ausenta.
Todos los niños participan de alguna manera en el sustento del hogar. Mariela, con diez años, ayuda con el aseo de las habitaciones de los huéspedes. La experiencia o la enseñanza de sus mayores le hacen ser silenciosa. Sin embargo, discretamente me pide que le regale uno de los paquetes de golosinas que habíamos comprado para amortiguar el hambre ocasional.
Llevando la carretilla, Esteban, con siete años, circula por los caminos de Pueblito. Lo veo llegar con los restos de lo que era una bicicleta, luego con otro esqueleto similar. Lo veo entregarse a desarmar su chatarra. Me explica que va a extraerles las piezas útiles para construirse una bicicleta. Entiendo que más que el resultado le entusiasma manipular herramientas en compañía de un amigo de su edad.
Esteban no sabe qué a va a hacer cuando grande. La referencia obligada para él es su hermano, Willmer. Él tampoco tiene todo muy claro pero dice que le gustaría se beisbolista profesional. En la región caribe colombiana, el béisbol gusta mucho. En Pueblito, la gente sigue con entusiasmo a los Leones de Montería. Él juega en un equipo infantil y ha participado en varios torneos. Me cuenta que lo piden en varias novenas y que espera poder debutar en un equipo grande.  
Estos niños y niñas son a la vez amables y cautos con los visitantes. Me doy cuenta de que en su pensamiento infantil, se acepta el mundo como dado y se aprecian las cosas simples que están al alcance.
Como tantos niños de la costa, viven cerca del mar pero poco disfrutan de él. Sus vacaciones coinciden con la época en que su trabajo es más demandado como apoyo a las labores de sus mayores, atendiendo a los turistas. No tienen prolijidad de juguetes, pero se las ingenian con un balón, una hamaca o los restos de bicicletas que rescatan quién sabe de dónde.

*Todos los nombres fueron cambiados.

Colores en el viento

Carlos Jacanamijoy*
El mundo se construye de diferentes maneras. La palabra cultura tal vez no sea suficiente para contener el significado esencial de eso que implica vivir paralelamente en este mismo mundo y a la vez estar en él de formas tan distintas. 

   Un colombiano nacido en un pueblo indígena nos puede ser tan extraño como un extraterrestre, lo que es el resultado de siglos en que su apariencia se constituyó en signo de lo indeseable: su conocimiento se juzgó como ignorancia lo que justificaba cambiarlos utilizando la fuerza si era menester.

      Esta mentalidad fue más allá de la demarcación histórica de la colonia. Una ley de la República (la 89 de 1890) a la vez que reconoce la autoridad de los cabildos, también establece “la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada".

     Se puede pensar que los pueblos indígenas y afrodescendientes son materialmente pobres porque su cultura promueve la pobreza. La realidad es que detrás de la falta de acceso a los bienes sociales hay premisas ideológicas y como consecuencias de ellas, omisiones que afectan a las etnias nacionales, amén de acciones que históricamente han socavado su integridad.

    Carlos Jacanamijoy, pintor colombiano, indígena inga del Putumayo, habla a través de su obra del destierro de las etnias en su propio país. Para él, la plástica es el medio por el cual cuenta también cómo se ve el mundo desde la perspectiva de un niño inga. Los lienzos le sirven para mostrar su medio originario así como su transición de la infancia prístina, a los entornos donde era extraño, subvalorado y malquerido.

   Como se dijo antes, un indígena puede sernos tan ajeno como un ser de otro planeta. A un ser de otro planeta, le puede parecer incomprensible que el sabio occidental se desviva por adquirir productos que lo matan, destruya lo que lo sustenta y por ambición lleve al planeta entero al borde de la crisis, mientras mira por encima del hombro al indígena que ve colores en el viento.

Viento amarillo y semilla. 2007.*



* Foto Elizabeth Jiménez y Freddy Arango. Revista Credencial. LA PATRIA Carlos Jacanamijoy. Tomado de http://www.lapatria.com/variedades/jacanamijoy-hoy-en-manizales-12657


El álbum de la infancia

Por Orlando Scoppetta DG.

¿Cuál es ese recuerdo de la infancia que llega ahora a la memoria? Tal vez el de la travesura que hace reír en las reuniones familiares, aunque en su momento hizo merecer una reprimenda. O tal vez es la remembranza de ese momento en que se sintió dolor, tristeza o soledad. La evocación de la niñez hace sonreír al más adusto o ensombrecer al más festivo.



Sol de la mañana. Eward Hopper, 1952
    El asunto refiere a mucho más que un álbum fotográfico de la infancia. Hurgando en los recuerdos es posible encontrar las circunstancias en las que se instaló la seguridad, la chispa o la inspiración. Fue el reconocimiento, fue el apoyo, fue el abrazo. También es probable explorar cómo se instauró el frío, la angustia, el temor. De los primeros años de la vida se puede salir un poco aporreado, a veces mucho; luego, con el paso del tiempo, las abolladuras se tiñen de colores más alegres, aunque en algunos casos la capa de pintura sea insuficiente para restañar las heridas.


     Reconocer en lo propio la manera como las experiencias de la infancia definieron lo que hoy se es,  serviría para recalcar  la responsabilidad que tienen los adultos para con los niños y las niñas. Cada adulto debería comprometerse a que los que crecen junto a él encuentren más de lo bueno que disfrutó y  menos de aquello que lastimó su humanidad infantil. No es cierto que el dolor forme bien el carácter. Este es uno de los lemas de un conglomerado humano que no cree posible la paz ni la comunidad basada en el afecto más que en el interés. Para un niño o una niña, lo que educa es la manera como se le ayude a entender y a aprender de los eventos desfavorables.

    Debería acompañar a la sabiduría de la abuela que prodiga afecto cuando se espera el castigo, de la madre que asiste con paciencia las necedades de sus hijos cuando estos ya superan la frontera de la adultez, la sabiduría política de quienes están al frente de lo público. Un alcalde o un gobernador no pueden cambiar lo que sucede al interior de los hogares… o tal vez sí. Para ayudar a lograrlo se requiere autoridad moral y tal vez, recordar un poco que alguna vez, cuando fueron niños, su vida dependió de lo que otros hicieran por ellos: sus padres, algún maestro, algún médico. Para entender mejor por qué hay que hacer esto bien, habrá que cerrar los ojos y recordar alguna noche aciaga, cuando se fue niño.

sábado, 21 de enero de 2017

Tiempo, no espacio


Por Orlando Scoppetta DG.

Nos dice Jorge Luis Borges en Discusiones que Alfred Korzybski afirma que la característica fundamental del ser humano, es la tarea de acopiar tiempo, no espacio.
Alfred Korzybski (1879-1950)
Imagen de Wikipedia

 ¿En qué consiste esta suprema originalidad del hombre? En que vecino al vegetal y al animal que amontona espacio, el hombre acapara tiempo”.

Aunque Borges declara no entender a Korzybski, en una de sus citas parece estar la clave de la metáfora:

El materialismo dijo al hombre: Hazte rico de espacio. Y el hombre olvidó su propia tarea. Su noble tarea de acumulador de tiempo. Quiero decir que el hombre se dio a la conquista de las cosas visibles. A la conquista de personas y territorios. Así nació la falacia del progresismo. Y como una consecuencia brutal, nació la sombra del progresismo. Nació el imperialismo”.

No era en sí mismo novedoso el llamado aunque de alguna manera sí su presentación. La posesión de lo material ha sido el gran escollo del proyecto humano; el motor de la opresión; el combustible de las guerras.

Lo que Korzybski llama tiempo, hace referencia a las experiencias y conocimientos. En palabras de Borges, felicidades, ritos, cosmogonías, dialectos. Esta apetencia se contrapone al ansia material por la cual se incurre en la inequidad.

Jorge Luis Borges (1899-1986)
La competencia de los humanos por lo material ha llevado a la guerra más larga, cruenta y aun así no declarada. Cientos de millones de muertos pueden contarse por la confrontación directa y más por la confrontación indirecta: aquella que determina el destino de quienes nacen en el país equivocado o en la familia equivocada. Pocos son los vencedores y el resto de la humanidad podría estar entre los vencidos.

Esta distracción de las tareas fundamentales lleva a la enorme masa humana por el camino de la infelicidad. Está el ser humano ante la imagen más alta de sí mismo, construida ya sea la enorme posesión de riquezas, ya sea por una montaña de conocimiento que muy pocos pueden alcanzar.

En palabras de Bertrand Russell, el humano “tiene ante sí la imagen de lo que debiera ser y esta imagen está en constante desacuerdo con el conocimiento de sí mismo”. A la mayoría de la humanidad se le ha negado la satisfacción de los anhelos materiales y espirituales mínimos y entre ellos, quienes alcanzan este grado, miran hacia el siguiente como fuente de sus tormentos.

Bertrand Russell (1872-1970)
Foto: John Pratt/Keystone Features/Getty Images
La vuelta a la dimensión del tiempo de la que habla Korzybski, tendría que ver con la conciencia del sentido de lo humano. La satisfacción material produce ese espejismo de felicidad porque estimula aquella parte del entramado cerebral que induce placer. Es un nivel muy primario que debe ser asimilado por una conciencia superior.

El recorrido de Bertrand Russell en la conquista de la felicidad, nos habla de un ser humano que es capaz de ser feliz superando el egocentrismo. Viéndose como parte de algo más grande. Aunque el final de su libro resulta no ser tan preciso en su tesis, podríamos extraer lo que describe a un hombre feliz, justo al final del ensayo:


El que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se cree separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera”.

Mi acercamiento al problema de la conciencia

  P or Orlando Scoppetta DG.      Desde hace años, décadas quizás, vengo discutiendo en mi cabeza el problema de la conciencia. Durante esos...