Casi
en el instante mismo en que se conoció la noticia de la muerte de Gabriel
García Márquez, los medios de comunicación dieron paso a un gran despliegue de
información sobre lo que fue su vida; al
tiempo, se desató la polémica tan colombiana sobre lo que hizo y no hizo el
personaje. Pareciera que para muchos la vida de García Márquez se hubiera
revelado con la explosión noticiosa. No es esto de
extrañar en un país con niveles de lectura tan bajos.
La
realidad es que la obra de Gabriel García Márquez se extiende desde 1947,
cuando se publicó su primer cuento, hasta 2004, con su última novela. Para cuando fue premiado con el Nobel de
literatura, ya había obtenido al menos otros cuatro reconocimientos
internacionales de alto nivel, y no quiso recibir más premios. Como todo
escritor de renombre tuvo notas altas y bajas en su producción. Cuando apareció
la hojarasca, buena parte de la
crítica especializada habló de una escisión en la historia de la narrativa
colombiana, antes y después. Pero de hecho, la novela había sido devuelta por
la editorial y el mismo escritor se reconoció insatisfecho por la versión
enviada para publicación, de manera que la corrigió hasta llegar al texto que
hoy conocemos.
Dijo
varias veces Gabriel García Márquez, que todos los días escribía al menos un
par de cuartillas, impulsado por esa vocación que lo llevó a soportar penurias
antes de que pudiera sustentarse con su obra. Para intentar entender al
escritor, hay que verlo en ese contexto de relator de su propia historia, de un
territorio específico (el caribe colombiano), de un país, de Latinoamérica, que
luego puede ser asimilada a muchos lugares del mundo.
En
su discurso de recepción del Premio Nobel en
1982 no renunció a hablar en voz alta acerca de la condición de América
Latina, aunque su actitud le valiera el rechazo de la porción del país que
nunca quiso escuchar esa verdad.
Cualquier
nacido en el caribe colombiano puede identificar su propia historia en las
narraciones de Gabriel García Márquez. El ambiente soporífero de nuestros
pueblos polvorientos, la vigencia permanente de los que ya no están, los olores
a frutas y por supuesto, las mariposas amarillas que llenan nuestros jardines
como regalos de la vida por épocas de cada año.
Quienes
dejamos nuestra tierra, como el escritor, para vivir en Bogotá, encontramos en
su historia personal algo de identificación. Cuando describió así a la capital,
“Era
entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna
inclemente desde principios del siglo XVI", resumió el
sentimiento de quienes fuimos recibidos por una urbe fría en el clima y en el
trato de quienes veían a los costeños como seres extraños, que insistían en
desayunar con yucas y bananos verdes cocidos, que hablaban con desparpajo en
tonalidades inaceptables para el sigilo cundinamarqués.
El
éxito de Gabriel García Márquez fue nuestra reivindicación. Fue nuestra propia
historia de soledades, fue nuestra palabra, fue la presencia de nuestros
abuelos y abuelas, de nuestras casas, calles y barrios, todo dado a conocer al planeta.
Fue un costeño como yo, como mis abuelas y mis tíos contadores de historias,
hablándole al planeta acerca de cómo celebramos la vida en medio de la nostalgia
que nos ha sido transmitida en los genes y que nos hace apegarnos a cada
pariente, a cada amigo, a cada árbol, a cada recuerdo. Esta inspiración que
sube desde la tierra misma, y que a alguno le hizo escribir muy bien, y a otros
cantar tonadas que cuentan de la nostalgia por el mundo que ante nuestra vista
se está yendo, como se fue Gabriel García Márquez, como nos vamos una y otra y
vez nosotros mismos. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.
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