sábado, 8 de junio de 2019

Un sueño a la vera del camino


Por Orlando Scoppetta DG.
Imagen Mateo Paganelli en Unsplash



Había llovido, era importante tenerlo presente. Una cosa era cruzar la carretera de una orilla otra, otra era sumarle al peligro de los automóviles, el riesgo de recibir una buena ración de agua con fango levantado por uno de los buses que pasaban hacia la costa o hacia la capital en la otra dirección. Por eso había que esperar a unos cuantos metros al borde la vía, mirar a lado y lado y entonces, cuando el tráfico diera tregua, pasar corriendo, saltando entre los charcos, descubriendo con atención los lugares donde el agua fuera más somera.

Su hermano mayor lo llevaba todas las mañanas al borde de la carretera, sin cruzar. Lo dejaba para que pasara por sí mismo y se iba caminando hasta el peaje donde vendía gaseosas en botellas de plástico, agua de igual envase y cervezas en lata. Había heredado esa plaza de su papá quien la ocupó antes de conseguir trabajo en la finca. Para su hermano terminaron prematuramente los días de la secundaria: no quiso volver a pisar la escuela; esperaba presentarse al servicio militar. Fue él quien le enseñó a cruzar la vía, a fijarse en el tráfico, a sortear las charcas cuando llovía. 

A pesar del esfuerzo el agua entraba por las suelas rotas. Era una sensación conocida y desagradable. Se necesitaba trabajar más, ganar más dinero para poder reemplazar los trajinados zapatos de cuero, que también servían para ir al colegio. El dedo pulgar del pie derecho se asomaba por la parte delantera del calzado. Pronto estarían inservibles por lo que le tocaría trabajar descalzo, como otros compañeros suyos.

Era domingo antes de lunes festivo. Muchos automóviles iban y venían. Un buen día para trabajar. A las cinco de la mañana, había dejado a su hermanito de tres años durmiendo; su papá y su mamá sí se habían levantado, ella a limpiar la casa, él para irse a la finca, como todos los días, de lunes a domingo, de cuatro a seis.

El restaurante estaba abierto. La muchacha del aseo, con cara siempre acongojada por los regaños de la patrona, pasaba el trapeador casi encima de los clientes. La señora tetona, la dueña, aprovechaba que una mesa estaba vacía para limpiar una telaraña, justo encima, arrancándola con las manos, empuñando y aplastando las arañas que no alcanzaron a huir. 

La dueña del restaurante mantenía un tono de vigilancia tranquila con los niños. Por lo regular se comportaban conforme a lo esperado. Ella sabía que no era posible erradicarlos de por allí, lo mejor que podía hacer era permitirles merodear a los clientes, sin importunarlos más de la cuenta. Eso sí, no les permitía a sus dos hijos pequeños hablarles, pues temía que ellos se contagiaran de su desgano por el estudio y desaprovecharan las oportunidades que ella les brindaba merced a su cansancio de todos los días trabajando. Para ella no valían domingos ni festivos: el restaurante estaba abierto todo el tiempo.

Otros niños llegaron antes que él y ya estaban ofreciendo sus servicios de lavado de autos y lustrado de zapatos. Cuando no resultaban clientes, pedían una limosna o cobraban por ayudar a aparcar, o por guiar a los conductores a dar reversa para volver a tomar la carretera.

Entre ellos no se saludaban. Casi no dialogaban para evitar la tentación del juego. Unas pocas palabras y ya estaban tomándose del pelo, jugándose bromas y en un abrir y cerrar de ojos, uno persiguiendo al otro, uno empujando al otro. Varias veces les llamaron la atención: esas carreras no les gustaban a los clientes, allá iban a trabajar, no a jugar. La dueña del restaurante les dejaba estar, entrar al establecimiento para ofrecer lo suyo, pero no podían usar los baños ni molestar a los comensales. Si un visitante les invitaba a comer o a tomar algo, podían aceptar, pero no podían entrar a pedir. Estaban advertidos: el día en que la señora se aburriera con ellos tendrían que pararse en la carretera a ofrecer frituras, frutas o bebidas.

Por eso se les veía serios. Si eran expulsados perdían el lugar sin posibilidad de apelación. En otros paraderos de la carretera había más restaurantes, así que los viajeros se repartían entre los diferentes establecimientos, la competencia era feroz y los niños tenían que jugársela más duro por las monedas.
Los más grandes, tenían más cancha y les entraban a los clientes con frescura. “le cuido el carro mono”. “Señor, vamos a lavarle la nave”. Les abrían con solicitud las puertas a las señoras que casi siempre venían como acompañantes y no revisaban las propinas, sino hasta cuando los vehículos se alejaban.

El producto de cada día iba derecho a los bolsillos de la mamá. Una vez se guardó unas monedas en el pantalón, pero el sonido metálico lo delató. Se ganó una reprimenda y amenazas. La plata era para comprar cosas para la casa, todos tenían que trabajar. 

Los niños se apresuraban a ocupar todo el espacio posible. Cuidar ese carro negro de allá, lavar la carcacha azul de acá, ayudar a salir al de la camioneta ¡Llegaba un bus! El primer bus a desayunar. Mucha gente abrumada por las horas de viaje. Pero esos no daban casi nada. Los pobres viajaban en bus, los ricos en sus carros particulares. 

Al conductor lo recibían como a un rey. Se sentaba aparte con el ayudante y les llevaban el desayuno en bandejas. Casi todos los conductores delataban estos mimos en panzas visibles bajo la turgencia de los uniformes de las empresas de transporte. Por detener el bus en paraderos determinados recibían la alimentación gratuita; además, podían invitar a quienes quisieran, eso amén de las miradas coquetas de la dueña y el comercio de palabras insinuantes con las meseras. Un conductor de bus, hasta un ayudante de conductor, eran buenos partidos en el limitado mundo social de un caserío a la vera de la carretera. Ellos no eran de por allí, habían nacido en ciudades importantes, difícilmente se enredarían con mujeres de los pueblos, pero la oda constante a sus estómagos y a sus testículos, aseguraba su fidelidad: el flujo de pasajeros que facturaban al restaurante.

Ya a los siete años el sueño de ser conductor de buses se veía inalcanzable: nadie del caserío era conductor de buses, alguno había manejado un tractor y otro era conductor de una camioneta transportadora de leche de las fincas a la ciudad.

Mejor que la llegada de los buses era el arribo de las familias turistas. Los señores daban monedas como para que ellos se alejaran de sus hijos, como para deshacerse de culpas, por lo que fuera. Los niños sabían oler esas oportunidades y copaban las ventanas de los camperos repletos de gente muy blanca que iba hacia la costa a ponerse rojos como camarones. ¡Una viejita se bajaba del carro! Se le extendía una mano. Algunas señoras respondían con un gesto de desagrado, otras se dejaban guiar.
Los niños de los ricos intercambiaban láminas de los álbumes de moda, de los que promocionaban en la televisión, con personajes de caricaturas ¡Cuán deseables se veían esas láminas de orillas plateadas, de colores vivos! Alguna vez el hijo de un rico dejo caer unas. Los niños se abalanzaron a rescatar el tesoro, pelearon disimuladamente entre ellos, se amenazaron mutuamente y luego dejaron el asunto olvidado pues llegaban más automóviles, más oportunidades de ganar dinero.

Era necesario ganarse la vida así. Con la caja de lustrar bajo el brazo, con el trapo de lavar carros, con la petición de limosna a flor de labios, mientras se crecía, para ir a ver si se conseguía trabajo en una finca o si tocaba irse a trabajar al peaje. Muchos veían seguro el servicio militar; varios de los vecinos estaban en eso. Se los llevaban para otros lados o los dejaban por allí mismo, cuidando la vía. No era malo: se ponían más grandes en el ejército y se tomaban fotos con las armas. Lo aburrido eran las horas continuas de tareas requisando carros. Pero a esos les iba mejor. Cuando el cabo se descuidaba, pedían “una colaboración” a los conductores. Muchos se liberaban de algunas monedas, hasta de billetes, entre agradecidos por la vigilancia e intimidados por la tropilla juvenil y armada.

A eso de las ocho de la noche ya podía irse para la casa. Casi todos los niños volvían, solamente se quedaban los empecinados en conseguir una moneda más, los que tenían que cumplir una cuota, so pena de una golpiza o de una noche sin comer, o los que simplemente esperaban una oportunidad para tomarse una cerveza por ahí o pescar un conductor pervertido que hiciera alguna propuesta.
En la noche el paradero cambiaba sutilmente. Para el viajero desprevenido seguía siendo un lugar seguro donde detenerse a comer o a apaciguar la sed o a usar los inodoros; para los niños era el comienzo de una hora más adulta. Los buses ya no paraban, aumentaba el consumo de cerveza, salían a relucir los dados y los juegos con monedas. Para la mayoría de los niños de la carretera, la llegada de la noche era el tiempo de volver al hogar a comer algo por fin, a descansar.

Las noches eran también el tiempo para pensar en el futuro: soñar con ser algún día dueño de uno de esos automóviles que viajaban de la capital a la costa, de la costa a la capital. Llegar en uno de esos a pavonearse delante de sus paisanos, dejarles lavar el carro y luego regalarles algunas monedas. Entrar con toda propiedad al restaurante, para pedir un arroz con pollo y una carne asada. Sí, comérselo todo con mucha gaseosa, dos litros de gaseosa. Despreciar las miradas codiciosas de la hija de la dueña y al final, dejar dos mil pesos de propina ¡Qué lujo!

Cuando sus papás se dormían, Carlitos luchaba contra los montículos del colchón de algodón que le molestaban la espalda, y se quedaba fantaseando con llegar algún día al paradero como un turista más, dejando atrás a los otros niños, sus competidores, pero también siendo generoso, regalándoles zapatos, para que vieran que él era bueno y se arrepintieran de todas las trastadas que le habían hecho. A su hermano, el que lo llevaba todas las mañanas, le regalaría una moto, con casco y todo lo necesario. 

También les regalaría cosas a su mamá y a su papá, y a los otros hermanos, sin importar que a veces le pegaban, que a veces no había comida. Se dejaría ver de la profesora, la que siempre advirtió sobre la imposibilidad de sobresalir sin estudiar, para que supiera que tanto cuento no era necesario.
Se imaginaba a todos mirando con codicia su automóvil y a su novia. Sí, tendría una novia muy bonita, con las pechugas al aire. Él tendría una camisa negra y un sombrero y botas con flecos.
Cuando trataba de imaginar cómo lograría obtener el automóvil, la novia y el atuendo, veía otra vez la carretera que se hundía en el horizonte, la venta de comestibles en la vía. Volvía a él la envidia a las meseras por su trabajo y a la cocinera del restaurante. 

Habría que estar pendiente: cuando tuviera la edad adecuada, sabría atender mesas y cocinar; cuando se diera una vacante sería para él, así podría tener dinero para irse a la ciudad, algún día, a buscar trabajo para ganarse el dinero y con él, el carro, la novia, las botas, el sombrero. Se entregaba a soñar con esos momentos de opulencia y felicidad. Su realidad asaltaba sus sueños, interrumpiéndolos con imágenes de sí mismo lavando automóviles toda la vida. Él luchaba, entrecruzaba los dedos de sus manos con fuerza, cerraba los ojos aferrándose a su sueño y así se quedaba dormido, todas las noches.

Mi acercamiento al problema de la conciencia

  P or Orlando Scoppetta DG.      Desde hace años, décadas quizás, vengo discutiendo en mi cabeza el problema de la conciencia. Durante esos...