lunes, 29 de agosto de 2016

EL CARIÑO EN LOS TIEMPOS DEL DENGUE



Cuando viajo a algún lugar del país aprovecho la oportunidad para hablar con la gente, escuchar historias propias del folclore, conocer la cultura y saber acerca de la realidad en que se desenvuelven las personas comunes y corrientes.

En una visita reciente conocí a Yadira[1] quien, a sus siete años, estaba recuperándose de los estragos del dengue. Aunque sus ojos acusaban el cansancio de una semana con fiebre, dolor de cabeza, vómitos y otros síntomas, su vitalidad infantil la mantenía pendiente de todo cuanto hacíamos. Ella espontáneamente me tomó de la mano en la caminata de ida y vuelta desde su casa hasta el mercado para comprar lo del almuerzo de ese día, y con toda paciencia me explicó asuntos de su mundo.

No es extraño que se haya visto afectada por esta enfermedad: el clima propicio al mosquito que la transmite, la pobreza del entorno donde las lluvias dejan charcos que tardan en secarse sobre las vías destapadas; además, los $350.000 que gana mensualmente su papá como concejal del municipio, no alcanzan para mejorar la vivienda que hoy tiene piso de tierra, techo de zinc y paredes en materiales mixtos. El aprovisionamiento de agua también es deficiente y favorece la aparición de enfermedades.

A pesar de todos los males sufridos, la gente del pueblo donde vive Yadira, no pierde el buen ánimo que se evidencia en multitud de bromas. En medio de su amabilidad me contaron las historias que marcan el momento actual de su vida. Las múltiples oleadas de violencia: primero la guerrilla y sus abusos, luego la retoma por parte de la fuerza pública y sus abusos (hizo parte de la zona de distensión el municipio cuyo nombre omito). Después, los paramilitares con más abusos y terror.

Ahora conviven con el ejército y la policía agradeciendo su presencia aunque deseando que fueran amables y se integraran más con la población. No les gusta la gente armada, ni siquiera los legítimamente uniformados. Un ex concejal me contó: «cuando la zona de distensión, tuve que volarme porque me opuse al reclutamiento de menores… me declararon objetivo militar. Después, en el municipio a donde me fui, trabajaba como profesor. El EPL se lo tomó un día y me acusaron a mí de ser colaborador por venir de la zona de distensión… Lo perdí todo».

Gualberto, el papá de Yadira, me llevó a conocer el pueblo. A pocos metros del área central, se acaban las calles pavimentadas. Los pobladores ocupan casas con paredes de color verde, colmadas de barro por la falta de alcantarillado y pavimentación. El verde de las paredes se debe a que están hechas con un plástico parecido a aquel con el que se fabrican costales. Me mostró una cancha de basquetbol con tablero de acrílico hecha por Acción Social, rodeada de monte, al tiempo que lamentó que el dinero con que se fabricaron las canchas, no se hubiera invertido en tubería o declive para que las aguas no martirizaran a la gente.

Colindan con las viviendas los grandes potreros que hacen parte de fincas extensas, donde pastan tranquilamente millones de pesos sobre cuatro patas. Con una pequeña porción de esas tierras se podría desarrollar un proyecto agroindustrial comunitario que ayudara a una mejor distribución de la riqueza. Es mucho pedir.

La pobreza va más allá de la precariedad de las viviendas: los jóvenes no tienen mayor proyección una vez terminan la secundaria. Hay algún programa del SENA y nada más. Queda ocupar los empleos en los comercios donde pagan $5.000 por trabajar en la mañana y $10.000 el día completo.

Me explicó Gualberto que quería conseguir recursos para un sendero peatonal y de bicicletas por el cual pudieran transitar los niños hacia y desde el colegio, un poco retirado del centro del pueblo. Al llegar allí, vi la maquinaria lustrosa de una compañía petrolera, aparcada por ser domingo. Pensé en que lo que bueno que sería que la compañía prestara una maquina un día, para mejorar un poco las vías aledañas de los barrios pobres del pueblo. Otra vez, es mucho pedir.

Mientras me hablaba de sus aspiraciones, yo pensaba en estas dos caras encontradas de la política: por una parte, como una manera de rebusque, una especie de trabajo informal con el cual no se puede obtener lo suficiente para vivir decentemente. Por otra parte, la esperanza de construir por ese medio un futuro mejor para los habitantes de una región.

Durante el viaje de regreso, por unos minutos me imaginé como un potentado apadrinando a la familia de Yadira para que saliera adelante, y financiando el sendero sobre el cual la niña iría y vendría segura. Sin sutilezas la realidad me trae de vuelta al hecho de que apenas pude leerle un cuento a la niña, decirles a los demás que todo va a mejorar (quiero creer en eso, con una convicción cautelosa) y seguir escribiendo estas notas, con gran probabilidad inútiles.





[1] Cambio nombres y algunos hechos para mantener el anonimato de las personas que confían en mí y amablemente me cuentan sobre sus vidas.

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