Por Orlando Scoppetta DG.
Imagen Mateo Paganelli en Unsplash
Había
llovido, era importante tenerlo presente. Una cosa era cruzar la carretera de
una orilla otra, otra era sumarle al peligro de los automóviles, el riesgo de
recibir una buena ración de agua con fango levantado por uno de los buses que
pasaban hacia la costa o hacia la capital en la otra dirección. Por eso había
que esperar a unos cuantos metros al borde la vía, mirar a lado y lado y
entonces, cuando el tráfico diera tregua, pasar corriendo, saltando entre los
charcos, descubriendo con atención los lugares donde el agua fuera más somera.
Su
hermano mayor lo llevaba todas las mañanas al borde de la carretera, sin
cruzar. Lo dejaba para que pasara por sí mismo y se iba caminando hasta el
peaje donde vendía gaseosas en botellas de plástico, agua de igual envase y
cervezas en lata. Había heredado esa plaza de su papá quien la ocupó antes de
conseguir trabajo en la finca. Para su hermano terminaron prematuramente los
días de la secundaria: no quiso volver a pisar la escuela; esperaba presentarse
al servicio militar. Fue él quien le enseñó a cruzar la vía, a fijarse en el
tráfico, a sortear las charcas cuando llovía.
A
pesar del esfuerzo el agua entraba por las suelas rotas. Era una sensación
conocida y desagradable. Se necesitaba trabajar más, ganar más dinero para
poder reemplazar los trajinados zapatos de cuero, que también servían para ir
al colegio. El dedo pulgar del pie derecho se asomaba por la parte delantera
del calzado. Pronto estarían inservibles por lo que le tocaría trabajar
descalzo, como otros compañeros suyos.
Era
domingo antes de lunes festivo. Muchos automóviles iban y venían. Un buen día
para trabajar. A las cinco de la mañana, había dejado a su hermanito de tres
años durmiendo; su papá y su mamá sí se habían levantado, ella a limpiar la
casa, él para irse a la finca, como todos los días, de lunes a domingo, de
cuatro a seis.
El
restaurante estaba abierto. La muchacha del aseo, con cara siempre acongojada
por los regaños de la patrona, pasaba el trapeador casi encima de los clientes.
La señora tetona, la dueña, aprovechaba que una mesa estaba vacía para limpiar
una telaraña, justo encima, arrancándola con las manos, empuñando y aplastando
las arañas que no alcanzaron a huir.
La
dueña del restaurante mantenía un tono de vigilancia tranquila con los niños.
Por lo regular se comportaban conforme a lo esperado. Ella sabía que no era
posible erradicarlos de por allí, lo mejor que podía hacer era permitirles
merodear a los clientes, sin importunarlos más de la cuenta. Eso sí, no les
permitía a sus dos hijos pequeños hablarles, pues temía que ellos se
contagiaran de su desgano por el estudio y desaprovecharan las oportunidades
que ella les brindaba merced a su cansancio de todos los días trabajando. Para
ella no valían domingos ni festivos: el restaurante estaba abierto todo el
tiempo.
Otros
niños llegaron antes que él y ya estaban ofreciendo sus servicios de lavado de
autos y lustrado de zapatos. Cuando no resultaban clientes, pedían una limosna
o cobraban por ayudar a aparcar, o por guiar a los conductores a dar reversa
para volver a tomar la carretera.
Entre
ellos no se saludaban. Casi no dialogaban para evitar la tentación del juego.
Unas pocas palabras y ya estaban tomándose del pelo, jugándose bromas y en un
abrir y cerrar de ojos, uno persiguiendo al otro, uno empujando al otro. Varias
veces les llamaron la atención: esas carreras no les gustaban a los clientes,
allá iban a trabajar, no a jugar. La dueña del restaurante les dejaba estar,
entrar al establecimiento para ofrecer lo suyo, pero no podían usar los baños
ni molestar a los comensales. Si un visitante les invitaba a comer o a tomar
algo, podían aceptar, pero no podían entrar a pedir. Estaban advertidos: el día
en que la señora se aburriera con ellos tendrían que pararse en la carretera a
ofrecer frituras, frutas o bebidas.
Por
eso se les veía serios. Si eran expulsados perdían el lugar sin posibilidad de
apelación. En otros paraderos de la carretera había más restaurantes, así que
los viajeros se repartían entre los diferentes establecimientos, la competencia
era feroz y los niños tenían que jugársela más duro por las monedas.
Los
más grandes, tenían más cancha y les entraban a los clientes con frescura. “le
cuido el carro mono”. “Señor, vamos a lavarle la nave”. Les abrían con
solicitud las puertas a las señoras que casi siempre venían como acompañantes y
no revisaban las propinas, sino hasta cuando los vehículos se alejaban.
El
producto de cada día iba derecho a los bolsillos de la mamá. Una vez se guardó
unas monedas en el pantalón, pero el sonido metálico lo delató. Se ganó una
reprimenda y amenazas. La plata era para comprar cosas para la casa, todos
tenían que trabajar.
Los
niños se apresuraban a ocupar todo el espacio posible. Cuidar ese carro negro
de allá, lavar la carcacha azul de acá, ayudar a salir al de la camioneta
¡Llegaba un bus! El primer bus a desayunar. Mucha gente abrumada por las horas
de viaje. Pero esos no daban casi nada. Los pobres viajaban en bus, los ricos
en sus carros particulares.
Al
conductor lo recibían como a un rey. Se sentaba aparte con el ayudante y les
llevaban el desayuno en bandejas. Casi todos los conductores delataban estos
mimos en panzas visibles bajo la turgencia de los uniformes de las empresas de
transporte. Por detener el bus en paraderos determinados recibían la
alimentación gratuita; además, podían invitar a quienes quisieran, eso amén de
las miradas coquetas de la dueña y el comercio de palabras insinuantes con las
meseras. Un conductor de bus, hasta un ayudante de conductor, eran buenos
partidos en el limitado mundo social de un caserío a la vera de la carretera.
Ellos no eran de por allí, habían nacido en ciudades importantes, difícilmente
se enredarían con mujeres de los pueblos, pero la oda constante a sus estómagos
y a sus testículos, aseguraba su fidelidad: el flujo de pasajeros que
facturaban al restaurante.
Ya
a los siete años el sueño de ser conductor de buses se veía inalcanzable: nadie
del caserío era conductor de buses, alguno había manejado un tractor y otro era
conductor de una camioneta transportadora de leche de las fincas a la ciudad.
Mejor
que la llegada de los buses era el arribo de las familias turistas. Los señores
daban monedas como para que ellos se alejaran de sus hijos, como para
deshacerse de culpas, por lo que fuera. Los niños sabían oler esas
oportunidades y copaban las ventanas de los camperos repletos de gente muy
blanca que iba hacia la costa a ponerse rojos como camarones. ¡Una viejita se
bajaba del carro! Se le extendía una mano. Algunas señoras respondían con un
gesto de desagrado, otras se dejaban guiar.
Los
niños de los ricos intercambiaban láminas de los álbumes de moda, de los que
promocionaban en la televisión, con personajes de caricaturas ¡Cuán deseables se
veían esas láminas de orillas plateadas, de colores vivos! Alguna vez el hijo
de un rico dejo caer unas. Los niños se abalanzaron a rescatar el tesoro,
pelearon disimuladamente entre ellos, se amenazaron mutuamente y luego dejaron
el asunto olvidado pues llegaban más automóviles, más oportunidades de ganar
dinero.
Era
necesario ganarse la vida así. Con la caja de lustrar bajo el brazo, con el
trapo de lavar carros, con la petición de limosna a flor de labios, mientras se
crecía, para ir a ver si se conseguía trabajo en una finca o si tocaba irse a
trabajar al peaje. Muchos veían seguro el servicio militar; varios de los
vecinos estaban en eso. Se los llevaban para otros lados o los dejaban por allí
mismo, cuidando la vía. No era malo: se ponían más grandes en el ejército y se
tomaban fotos con las armas. Lo aburrido eran las horas continuas de tareas
requisando carros. Pero a esos les iba mejor. Cuando el cabo se descuidaba,
pedían “una colaboración” a los conductores. Muchos se liberaban de algunas
monedas, hasta de billetes, entre agradecidos por la vigilancia e intimidados
por la tropilla juvenil y armada.
A
eso de las ocho de la noche ya podía irse para la casa. Casi todos los niños
volvían, solamente se quedaban los empecinados en conseguir una moneda más, los
que tenían que cumplir una cuota, so pena de una golpiza o de una noche sin
comer, o los que simplemente esperaban una oportunidad para tomarse una cerveza
por ahí o pescar un conductor pervertido que hiciera alguna propuesta.
En
la noche el paradero cambiaba sutilmente. Para el viajero desprevenido seguía
siendo un lugar seguro donde detenerse a comer o a apaciguar la sed o a usar
los inodoros; para los niños era el comienzo de una hora más adulta. Los buses
ya no paraban, aumentaba el consumo de cerveza, salían a relucir los dados y
los juegos con monedas. Para la mayoría de los niños de la carretera, la
llegada de la noche era el tiempo de volver al hogar a comer algo por fin, a
descansar.
Las
noches eran también el tiempo para pensar en el futuro: soñar con ser algún día
dueño de uno de esos automóviles que viajaban de la capital a la costa, de la
costa a la capital. Llegar en uno de esos a pavonearse delante de sus paisanos,
dejarles lavar el carro y luego regalarles algunas monedas. Entrar con toda
propiedad al restaurante, para pedir un arroz con pollo y una carne asada. Sí,
comérselo todo con mucha gaseosa, dos litros de gaseosa. Despreciar las miradas
codiciosas de la hija de la dueña y al final, dejar dos mil pesos de propina
¡Qué lujo!
Cuando
sus papás se dormían, Carlitos luchaba contra los montículos del colchón de
algodón que le molestaban la espalda, y se quedaba fantaseando con llegar algún
día al paradero como un turista más, dejando atrás a los otros niños, sus
competidores, pero también siendo generoso, regalándoles zapatos, para que
vieran que él era bueno y se arrepintieran de todas las trastadas que le habían
hecho. A su hermano, el que lo llevaba todas las mañanas, le regalaría una
moto, con casco y todo lo necesario.
También
les regalaría cosas a su mamá y a su papá, y a los otros hermanos, sin importar
que a veces le pegaban, que a veces no había comida. Se dejaría ver de la
profesora, la que siempre advirtió sobre la imposibilidad de sobresalir sin
estudiar, para que supiera que tanto cuento no era necesario.
Se
imaginaba a todos mirando con codicia su automóvil y a su novia. Sí, tendría
una novia muy bonita, con las pechugas al aire. Él tendría una camisa negra y
un sombrero y botas con flecos.
Cuando
trataba de imaginar cómo lograría obtener el automóvil, la novia y el atuendo, veía
otra vez la carretera que se hundía en el horizonte, la venta de comestibles en
la vía. Volvía a él la envidia a las meseras por su trabajo y a la cocinera del
restaurante.
Habría que estar pendiente: cuando tuviera la edad adecuada,
sabría atender mesas y cocinar; cuando se diera una vacante sería para él, así
podría tener dinero para irse a la ciudad, algún día, a buscar trabajo para
ganarse el dinero y con él, el carro, la novia, las botas, el sombrero. Se
entregaba a soñar con esos momentos de opulencia y felicidad. Su realidad
asaltaba sus sueños, interrumpiéndolos con imágenes de sí mismo lavando
automóviles toda la vida. Él luchaba, entrecruzaba los dedos de sus manos con
fuerza, cerraba los ojos aferrándose a su sueño y así se quedaba dormido, todas
las noches.